La muerte de Fernando Múgica truncó su proyecto de escribir un libro basado en sus investigaciones sobre el 11-M. Este texto, en el que sostiene que las Fuerzas de Seguridad taparon con pruebas falsas el papel de «potencias extranjeras», iba a servirle de prólogo. EL ESPAÑOL lo reproduce como homenaje a su tesón en la búsqueda de la verdad.
El Español | 22 May. 2016 | Fernando Múgica
Una de las personas más importantes del Gobierno de Aznar me hizo varias confidencias junto al mar. Fueron muchas horas de conversación durante dos días de verano. Hubo solo un mensaje que repitió en tres ocasiones.
«A mí lo que siempre me ha fascinado» -me insistió- «es por qué no has tenido problemas físicos. Sigues empeñado» -se refería claro está a la investigación sobre el 11-M- «en pasar de la cascarilla. Lo que me asombra es que a tu edad sigas con esa fantasía de que vas a poder llegar más allá de la espuma de lo que pasó. Estás loco. Tú eres perfectamente consciente de que en el momento en que traspases la espuma de la realidad duras exactamente 24h».
Y tenía razón. El conjunto de datos de la investigación policial que dio lugar al sumario y, más tarde, a la sentencia del 11-M constituyen una simple y gigantesca cascarilla. La razón de Estado, apoyada con el doble estímulo del terror y las prebendas, se impuso entre las fuerzas del orden para fabricar esa espuma envolvente que tanto nos ha distraído.
Los más escépticos entre los periodistas, los políticos y los agentes de la ley, fuimos laminados. A otros se les estimuló con reconocimientos, ascensos o traslados a diferentes embajadas. Se colocó en puestos clave de control a tres policías incondicionales del nuevo Gobierno, aunque para ello tuvieran que sacrificar durante una temporada a la maquinaria engrasada y eficaz de la Unidad Central de Inteligencia. Se controlaron llamadas y ordenadores. Se cambiaron cerraduras y protocolos.
Al final, unos antes y otros después, todos los cuerpos de seguridad terminaron apoyando una versión en la que cada cual trató de introducir a sus culpables. Fue una batalla sin cuartel, y contra reloj, de fabricación de pruebas, camuflaje de listados de teléfonos y tarjetas y terminales que llegaron a detenciones anticipadas y arbitrarias.
UN ERROR GARRAFAL
Uno de los errores más grandes que hemos cometido a lo largo de la investigación es considerar que las Fuerzas de Seguridad del Estado actuaron desde el primer momento con una única intención.
Al final, unos antes y otros después, todos los cuerpos de seguridad terminaron apoyando una versión en la que cada cual trató de introducir a sus culpables. Fue una batalla sin cuartel
La realidad es que en los primeros dos meses tras el 11-M se produjo una batalla salvaje entre los distintos organismos policiales y de inteligencia. Cada grupo se enrocó, se impermeabilizó por instinto, ante la brutal sorpresa de los atentados. Cada departamento razonaba, dentro de su muralla, que si no habían sido los suyos, ni la gente que ellos controlaban, tenían que estar implicados los demás. Se montaron, unos a otros, escuchas y seguimientos porque nadie se creía que aquellos primeros personajes que ciertos departamentos de la policía presentaban como autores tuvieran nada que ver con lo sucedido.
El asunto era muy grave así que se exigieron pruebas de fidelidad, se desenterraron viejas hermandades de los años 80 y 90, como el clan de Valencia, los de Barcelona o los guarreras de la vieja Brigada de Interior. Tardaron varias semanas en ponerse de acuerdo y al final lo hicieron convencidos de que seguir por ese camino nos podía llevar a todos a una catástrofe mucho mayor de la que había sucedido.
La matanza ya no tenía remedio. El cambio político no tenía marcha atrás. Hubo un juramento por el que nadie iba a responsabilizar de nada a ningún colega si se llegaba a un consenso férreo sobre los culpables. El linchamiento público de Agustín Díaz de Mera, ex Director General de la Policía, -un político que no pertenece al Cuerpo- cuando quiso salirse del guion, camina en esta dirección.
«QUE SE LO COMAN»
Un oficial antiterrorista de la Guardia Civil definió la situación, delante de sus hombres, de una forma impecable: «El PP ya está jodido hagamos lo que hagamos. Esto se lo van a comer los moros. Son tan gilipollas que al final ellos mismos van a convencerse de que lo han hecho. Se acusarán mutuamente para salvar el culo. Y el que hable, ya sabe, está muerto».
Una consigna parecida caló en todos los estamentos de seguridad. No faltaban, claro está, los que aplaudían con las orejas por el cambio de régimen que los atentados habían alentado. La marcha del odiado Trillo o del prepotente Aznar -¡cómo aplaudían los de Información de Zaragoza en la noche del 14-M!- era un alivio para muchos. Pero la conspiración de silencio rebasó cualquier inclinación política.
Tras el 11-M se produjo una batalla salvaje entre los distintos organismos policiales y de inteligencia… Se montaron, unos a otros, escuchas y seguimientos porque nadie se creía que aquellos primeros personajes que ciertos departamentos de la policía presentaban como autores tuvieran nada que ver
Antes de llegar a ese pacto hubo una batalla sorda por averiguar implicaciones y complicidades. Todos querían guardarse munición -y lo hicieron- por si venían mal dadas…
La sentencia no ha sido más que la consagración salomónica de la parte de la versión oficial que resulta suficiente, de cara a la galería, para pasar página por parte de las distintas corrientes. Ha dejado al descubierto, sin embargo, suficientes lagunas como para que nadie pueda proclamarse vencedor.
Los políticos de ambos signos lo tenían asumido hace tiempo. Era mejor eso que desvelar que agentes incontrolados de potencias extranjeras hubieran cambiado, sin nadie que se lo impidiera, la historia de España. No podían admitir además el control, bordeando la complicidad, que habían desarrollado durante años para alimentar y tener controladas a las bandas del norte y del sur, a ETA y a los musulmanes radicales.
LOS AGENTES INFILTRADOS
España era, en las semanas previas a los atentados, un entramado gigantesco de observadores, vigilantes, confidentes y agentes encubiertos. Lo mejor de cada casa estaba en las calles con los ojos bien abiertos. Corría el dinero y se palpaba una euforia prepotente. Los posibles grupos terroristas de uno y otro signo estaban tan infiltrados, tan controlados, tan neutralizados que las propias fuerzas de seguridad les daban cuerda para que pudieran seguir adelante sin sospechas, por si tenían que utilizarlos.
Las redes de la UCO, de la UCE1 y UCE2, de la UCII y la UCIE, de la UCAO, de la UDYCO, del CNI y un largo etcétera controlaban las caravanas de la droga, las rutas de los explosivos, las reuniones de los integristas islámicos. Por eso los avisos exteriores solo provocaban sonrisas de suficiencia.
Un oficial antiterrorista de la Guardia Civil: «El PP ya está jodido hagamos lo que hagamos. Esto se lo van a comer los moros. Son tan gilipollas que al final ellos mismos van a convencerse de que lo han hecho.»
A veces tenían que jugar al ratón y al gato y al escondite para que unos grupos policiales no interfirieran en la labor de los otros. ¿El Tunecino? Pero si era uno de los chicos del CNI. Por eso tuvieron que espantarlo de su piso cuando el acoso de la policía se había vuelto asfixiante. Facilitaron su huida para desesperación de los controladores policiales. Seguir leyendo →
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